Daniel Nates no encaja en el molde del chef mediático. No posa con pinzas doradas ni exhibe montañas de trufas importadas en Instagram. Su lenguaje es otro: maíces criollos, chiles silvestres y la resina aromática del ocote que crepita en la leña. Cada noche, en el comedor de Maizal —apenas veintiocho sillas dentro de la Casona de los Sapos—, propone un relato sensorial que arranca en la milpa y termina en la sierra poblana. Más que un menú, ofrece una cartografía comestible.
Nacido en Puebla e hijo de dos biólogos, aprendió antes a clasificar hojas que a batir claras. A los ocho años podía nombrar quelites como si recitara un poemario botánico; a los trece ya fermentaba pulque porque le intrigaba “cómo algo vivo se transforma en otra cosa”. Esa curiosidad científica marcó su brújula. Cuando llegó el momento de elegir carrera, prefirió los fogones: allí descubrió que la cocina podía traducir la biodiversidad a un idioma universal.
Con veintipocos años, sin capital ni patrocinadores, ideó Maizal como pop-up ambulante. Cargaba platos y cazos en un coche viejo, montaba mesas en terrazas prestadas y cobraba por redes sociales. Los boletos —seis tiempos y un discurso de territorio— se agotaban en minutos. El éxito convenció a un hotel boutique de darle cobijo en 2019. El espacio cambió, pero la filosofía se mantuvo: producto local, carta corta y fogón de leña como centro gravitatorio.
Su cocina late al ritmo del clima. Si las lluvias madrugan, llegan hongos de pino; si el sol aprieta, brotan chogostas y chiles serranos luminosos. Cada plato tiene nombre de pasaje o de incendio: “Paso de Cortés”, “Humos y Tiznes”, “Quiltamal”. Este último —tamal de quelites, pinole de frijol y hoja de aguacate— le dio en 2016 el título de S.Pellegrino Young Chef Latinoamérica. Él subió al podio y agradeció, antes que a los jueces, a las familias que le surten mazorcas.
Lejos del reflector, Nates recorre cada semana comunidades de la Sierra Norte para negociar precios justos y asegurarse de que la miel de encino conserve sus notas balsámicas o de que el frijol serrano llegue con la terrosidad que exige su mole espumoso. En el restaurante, su menú cambia cada ocho semanas, como la luna que rige los calendarios agrícolas.
Quien cene en Maizal saldrá con la ropa impregnada de hoja santa y la sospecha de que el futuro de la gastronomía mexicana no está en replicar la sofisticación europea, sino en escuchar las historias que aún guardan las milpas.
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