A cientos de kilómetros, en los patios soleados de Yaxunah, Yucatán, una mujer de rostro curtido por el fuego aplana tortillas con una técnica que no ha cambiado desde antes de la Conquista. Y en las montañas de Chiapas, el maíz se transforma no en un alimento, sino en un símbolo que se bebe, se come y se venera.
México está fundado sobre dos pilares comestibles: el maíz y el cacao. Ambos nacieron aquí, domesticados y cuidados por culturas que los entendieron no solo como sustento, sino como sagrado. En el sureste mexicano —particularmente en Tabasco, Chiapas y Yucatán— esta herencia no es un recuerdo; es parte del día a día.
En Tabasco, considerado uno de los orígenes botánicos del cacao, la semilla no se trata como golosina, sino como legado. El cacao criollo se cultiva en fincas familiares, donde aún se fermenta en cajas de madera y se seca al sol. Allí, el chocolate se bebe, no se muerde. Preparado con maíz, chile y agua, el pozol es una bebida espesa, refrescante, ceremonial. En algunas comunidades, se le ofrece a la tierra antes de comenzar la siembra. El tascalate, mezcla de maíz tostado, cacao, achiote y canela, es otro ejemplo de cómo la historia se sirve en jícaras..
En Chiapas, la cocina tradicional aún late con fuerza en los pueblos tzotziles y zoques. El maíz no es una opción: es el centro. Se cultiva en milpas donde el tiempo lo marcan las lunas y la lluvia. Aquí nacen las tortillas gruesas, las chalupas y los tamales de chipilín, una planta silvestre que solo f lorece en temporada. El cacao, por su parte, se muele con azúcar morena y se forma en tabletas, listas para disolverse en agua o leche caliente. Su preparación se hereda, no se aprende en libros.
Yucatán, por su parte, guarda una relación íntima con el maíz, venerado por los mayas como parte de su origen cósmico. En las cocinas tradicionales, el nixtamal aún se cuece en cazos grandes, las tortillas se forman a mano y los tamales colados —delicados, sin grumos, cocidos en hojas de plátano— se sirven en rituales y fiestas. Platillos como el atole nuevo, preparado con maíz joven, o la saka’, una bebida hecha con maíz y miel,
Lo fascinante no es solo la persistencia de estas prácticas, sino su vitalidad. La cocina tradicional del sureste no ha sido domesticada por la modernidad, sino que ha dialogado con ella. En mercados urbanos y cocinas caseras, el cacao se sigue moliendo en metate, el maíz se cuece con cal, y las manos que preparan los alimentos lo hacen con la precisión de siglos.
Así, el sureste mexicano ofrece otra métrica:
la del maíz que crece al ritmo del agua, la del
cacao que fermenta en madera y la del fuego
lento. En Tabasco, Chiapas y Yucatán, comer
no es solo nutrirse, es participar de un legado
que no se ha apagado
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